
4 vuelos, 3 días viajando. Lo único que quería era llegar, pedir algo rico de comer e instalarme en el Hostel a ver la vista de las montañas. Venía preparada con un Kit inicial en la valija que me permitía no tener que salir a comprar nada. Podía invernar un par de días y darle tiempo a la aclimatación energética que necesitaba. En cambio de eso, por supuesto, pasaron cosas. Siempre pasan...
La cama aún no estaba disponible .
El chico del Hostel me invita a una cascada vecina a la que estaba yendo con un grupo de personas. Le preguntó si estaba cerca.
– Sí, 10 minutos máximo – me contesta.
Bueno, no está mal- pienso… Sonaba un plan tranquilo. ¿Qué podría pasar?
Nunca digas eso en India, te podrías sorprender mucho. Lo estaba conociendo a Akash.
Al lado de él: Juanita, una colombiana hermosa, rubia y despampanante, super producida y vestida de fucsia de pies a cabeza.
Me dicen que estaban esperando que lleguen las motos.
– Motos, ¿que motos?
La cascada quedaba a “10 minutos”, en moto. 10 minutos que eran una forma de decir india, que es mucho peor que la argentina, porque ellos de verdad llevan la magia del vibrar y la despreocupación yóguica en la sangre. El trayecto real eran 30 minutos sin paradas- cosa que no sucedió-, las motos eran unos scooter antiguos que estaban de última y los que íbamos arriba éramos Akash, Juanita y yo, los tres en el scooter, sin cascos y tipo sándwich.
Las calles en India son una locura, justamente todo lo que estaba queriendo evitar en mi primer día .
Estábamos en la zona de Laxman Jhula, la zona turística de Rishikesh, de hippies y yoguis, que es como la «Córdoba argentina». Por estos lados, las calles son bien angostas, de tierra y por lo general de una sola mano, llena de turistas. Bueno… llenas de todo en realidad.
No existen las veredas, entonces en las calles conviven todos y todo, como un cuadro de ¿Dónde está Wally? Transeúntes de todos los estilos: turistas, locales, vendedores de frutas con sus carros de madera estacionados en la calle, monjes o Sadhus vestidos con sus túnicas naranjas y sus luncheras para donaciones sentados a los costados del camino, puestos de Chai– el té con leche indio por excelencia-, mercaderías varias y obviamente el rasgo característico de India: las vacas, libres. Esa imagen hermosa de las vacas paseando en medio del caos, recordándonos que todos somos parte de lo mismo. Que por una vez tienen los derechos que en todo el mundo le quitamos. Por fin la ecuación se invierte una vez, y es acá, en India.
Y ahí están, de todos los tamaños, colores y sexualidades paseando por ahí, tomando una siesta, alimentando a sus bebés, caminando a paso lento, haciendo sus necesidades fisiológicas en el medio de la calle y pintando de colores ( y olores) cada cada rincón de cada ciudad. Y obviamente frenando olímpicamente el tránsito y mezclándose con el caos y la impaciencia de los locales y sus vehículos por excelencia: las motos, el otro rasgo característico del paisaje.

Los autos y los infaltables Tuc-Tuc que nos recuerdan la riqueza y la mixtura entre los genes y los avances de la tecnología. Los monos saltando de un lado a otro a los costados de las calles nos deleitan con trepadas al estilo hombre araña por los balcones, y muchas veces nos muestran las maravilla de saltar desde una “vereda” a la otra, usando de trampolín los techos de los Tuc-Tuc o lo que haya en el medio que les facilite el camino. Mini-tacitas de Chai tiradas en las esquinas y varias pilas enormes de basura, que también son parte del paisaje. Más puestos callejeros y más paradas de Tuc-Tuc. Todo eso posicionado en el mismo espacio físico: la calle-vereda. Sin demasiados espacios libres para pasar, caminar, o simplemente ser, así que como se imaginaran, el solo hecho de salir a la calle en India es toda una experiencia de intensidades.
Manejar es nivel avanzado . En la cultura vial india se privilegia el uso de la bocina antes que el de los frenos, a menos que sea estrictamente necesario- lease antes de chocar contra algo o alguien-. La verdad es que las calles están colapsadas de cosas, así que no se puede ir ni muy rápido ni muy derecho demasiados segundos sin tener que esquivar algo o a alguien. No hay semáforos. Los scooter no levantan mucho más que 30 km/h en las calles normales. Y entonces, se las ve a las mujeres indias en el asiento de atrás, sentadas de costado con sus clásicos Saris -vestidos largos coloridos- y sus piernas de un solo lado, casi como si fuera un paseo a fuego lento. Hermoso.

Mientras tanto en este juego de obstáculos, el vicio indio es la bocina. TODOS van tocando sus bocinas de lo que sea que estén manejando, TODO el tiempo. Todo el tiempo es realmente todo el tiempo, cada 10 o 15 segundos. En vez de frenar, tocan la bocina; en vez de parar en una esquina tocan la bocina; en vez de esperar o mientras esperan también tocan la bocina. Al principio uno no entiende muy bien por y para qué, es un poco confuso, pero la realidad es que la bocina se convierte en la banda de sonido de cada una de las calles de India y también de Rishikesh.
Las manos y contramanos no se respetan demasiado- por no decir que casi no existen- y las líneas amarillas brillan por su ausencia como diría mi madre, así que tranquilamente uno se encuentra esquivando un vehículo, Tuc- Tuc, moto o lo que sea que venga andando en el mismo carril en que uno está pero en dirección contraria, directamente hacia uno mismo. Una locura hermosa. No puede al menos no hacerte reír, es algo increíble de ver. Una escena compleja pero pareciera que eso de cierta manera “funciona”, que cada uno “sabe lo que hace” y que de alguna forma extraña, hay cierto orden en ese caos. Las catástrofes potenciales las ves a cada segundo, por supuesto, pero a la vez nada pasa, como si estuvieras viendo una película en cámara lenta.
Las vacas vuelven la experiencia un poco más salvaje y devuelven algo de paz al ambiente.
–Mira la paz con la que caminan– me dice un monje- Si ellas pueden caminar por acá es porque todo está bien.
Sonrió. Le creo.

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