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26 ~ Vanarasi, tocando el fuego sagrado.




Estábamos meditando a solo unos centímetros del fuego sagrado, entre humo y gotas de sudor. “Todo esta bien. Mira a tu alrededor. ¿Podés dimensionar donde estás?  Sos una afortunada… Solo continua, lo estás haciendo bien…” Tome ese momento para poner en perspectiva donde estaba.  Aún podía ver a esa mujer desesperanzada en pijamas,  fumando un cigarrillo a la 1 de la mañana sentada en la mesada de una cocina a oscuras, apagando un cigarrillo y prendiendo otro. Una mujer que parecía mirar por la ventana pero en realidad miraba a la nada misma, a su propia frustración y a la imposibilidad de movimiento. Pues esa mujer ahora se había movido, bien lejos y bien fuerte. Había saltado, pero por momentos se parecía más a volar.

Mile y yo caminamos al crematorio sagrado a orillas del Ganges, el Ghat Manikarnika. Esta vez nos dirigimos al fuego Sagrado, ese mismo con el cual cada familia enciende las maderas apiladas que contienen el cuerpo de su difunto para iniciar la cremación. Ese fuego que, según la tradición hindú, ha sido encendido por el Shiva hace 3000 años y desde entonces ha permanecido encendido con un cuidador a su lado, convirtiéndose y convirtiendo a Varanasi en uno de los lugares más antiguos habitados en el mundo. 

Su cuidador era un chico joven de unos 20 años, del cual nos hicimos amigas rápidamente. Él es el que velaba por su permanencia.

Subimos algunas escaleras para llegar a él. Pasamos en medio de una barbería donde rapan a los familiares de los difuntos para iniciar la ceremonia, y muchos y muchos hombres. No hay mujeres en este lugar. Las mujeres indias no tienen la entrada permitida a los crematorios, así que por solo este detalle la energía y las miradas son un poco densas aquí. Como en muchos lugares de India pero acá más.

El fuego sagrado se encuentra en un pequeño espacio semiabierto que se eleva sobre el Ganges en un primer piso,  justo enfrente del crematorio a cielo abierto a orillas del río. Entramos con respeto y nos quedamos sentaditas en el suelo enfrentadas al fuego. De fondo se veía el Ganges atardeciendo. Los hombres entraban con palos gigantes para encender las antorchas que encenderán las piras crematorias para convertir en cenizas los cuerpos de sus familiares. Estábamos a solo unos centímetros del fuego. El humo y el calor era intenso. Ambas cerramos los ojos y sin hablar, nos pusimos a meditar. Nos quedamos así unos minutos. De repente sentí unas palabras. “Algo” hablo.

-“Todo está bien. Mira a tu alrededor, ¿podés dimensionar donde estás?… Sos una afortunada. Solo continua, lo estás haciendo bien. Solo continua…” Respire, luego sonreí. Una señal, que a la vez era todo lo que necesitaba escuchar, más bien era lo que necesitaba sentir. Paz, seguridad y calma. Abrí los ojos para admirar mi alrededor. Esto era demasiado. Parecía una película, pero era real. Yo era yo y estaba ahí, en India, viviendo lo que mis ojos veían.



Quién hubiera dicho 7 meses atrás que estaría en India…si en India. Por primera vez en Asia, sola, tomando uno de los desafíos personales más grandes que he tomado en mi vida, pegando un volantazo- más- y saltando al vacío de nuevo. Acá… mirando el atardecer sobre los crematorios sagrados del venerado Ganges. Quién hubiera pensado que estaría meditando con gotas de transpiración y llena de humo frente al fuego sagrado en la ciudad de las leyendas…

Tome ese momento para poner en perspectiva donde estaba. Aún podía ver a esa mujer desesperanzada en pijamas, fumando un cigarrillo a la 1 de la mañana sentada en la mesada de una cocina a oscuras, apagando un cigarrillo y prendiendo otro, mirando por la ventana del patio trasero de un edificio de Copenhague. Una mujer que parecía mirar por la ventana pero en realidad miraba a la nada misma, a su propia frustración y a la imposibilidad de movimiento. A la quietud. Pues esa mujer ahora se había movido, bien lejos y bien fuerte. Había saltado, pero por momentos se parecía más a volar.

Habían pasado tantas cosas. No tenía palabras. Mi yo del pasado no entendía qué pasaba, pero ya no necesitaba entender, solo apreciar esa locura que pasaba a mi alrededor. Estaba meditando en uno de los lugares más sagrados del mundo. Toda esta magia, el humo, las caras, las formas, la bruma del aire. Parecía un sueño, parecía no ser real pero lo era.

Mi vida entera me aparecía en flashes. ¿Cómo había terminado acá? Qué había pasado en la vida de esa psicóloga recién recibida con su casa en Caballito y una vida normal para llegar a este momento y esta situación. Todo el camino de varios años pasó en un segundo por mi mente como un cortometraje. Se me escaparon unas lágrimas, esta vez de emoción. No podía más que agradecer. Mejor dicho, podía muchas cosas, pero esta vez entre todas las ideas posibles elegí agradecer por estar viviendo esto. Agradecer a todo y a cada una de las cosas que me habían traído acá. Agradecerme a mí misma y mi valentía, agradecer incluso a todos los momentos de dolor infinitos y todas las sensaciones agobiantes que tenía en el alma, esas que pensé que me matarían pero que solo me hicieron enormemente más fuerte. Agradecer con palabras tan grandes que no me cabían en el pecho.

Sin dudas, era el lugar más increíble en que había estado en toda mi vida.




Seguía con muchas incertidumbres, claro,  pero algo empezaba a aplacarse. Poder solo correr esos pensamientos como si fueran nubes de lluvia y elegir ver el sol que transcurría en el momento presente. Ese que quemaba, ese que no era más que un sol, que no eran respuestas ni certezas ni resoluciones, pero se convertían en certeza por el instante que lograba habitar el presente. Durante esos momentos todo paraba… El presente se bastaba a sí mismo. 

En el presente no estaban ni los miedos por el futuro ni las culpas del pasado. El presente se sentía bien, se sentía vivo y de hecho, era lo único que podía habitar últimamente, energética y prácticamente hablando. Mi mente no era capaz de otras posibilidades sin explotar ni derrumbarse. El pasado era aún muy doloroso y el futuro demasiado incierto. Con las posibilidades que tenía en ese momento, solo podía estar haciendo esto y de a poco, empezaba a encontrar paz en esa respuesta amable.


Empezaba a dejar las presiones propias de lado y los detestables “debería” para tener la lucidez para percibirlo. "Esto" era verdaderamente lo único que podría haber sido. Esto era lo único que podía ser ahora y mi cuerpo empezaba a aceptarlo, entre humos y chispas sagradas. Había dejado de lado el volver a casa después de 2 largos años, las fiestas en familia, los festejos de mi primer mundial de fútbol ganado, mi cumpleaños junto con las imágenes de mi misma en esas escenas. Nada de eso estaba destinado a suceder, simplemente no era posible ya y empezaba a hacerme cargo del presente que si podía, dejando de lado las culpas. Que empresa trabajosa… Todo está bien por este minuto que dura el ahora.

Esto es lo único que puedo habitar por el momento.

Respire. ________________

Caminamos por el río de regreso a la ciudad. El atardecer marcaba el inicio del Aarti, uno de los más grandes de India y uno de los más imponentes también. La ceremonia en Varanasi tiene tanta magnitud que no solo se ve desde tierra firme, desde donde estamos eventualmente parados todo el tiempo, desde esas escalinatas interminables que acá se llenan  de gente hasta el cielo,  sino que también hay decenas de botecitos que guardan sus lugares flotando sobre el río para ver los fuegos arder desde el agua. Decenas de barquitos gritando que por 100 rupias te llevan a ver el Aarti desde el amado Ganga. Regatié precio y me subí a uno de los botes.



Me sorprendió que nos movimos solo unos pocos metros por el agua y nos ubicamos detrás de unos cuantos  botes que estaban ya ubicados esperando que empiece el  espectáculo. Como un tetris, todos se iban acomodando para esperar la ceremonia. Como unas butacas flotantes, entre Kirtan, cantos y mantras. Los indios caminaban de bote en bote, vendiendo masala chai, poojas, pintando bindis en las frentes y prendiendo inciensos. Los candelabros de cobras de fuego se balanceaban en el aire dibujando la figura del Om y esta vez lo veía desde el agua suspendida sobre el Ganges, mientras todos cantábamos entre chalecos salvavidas naranjas.

Cientos de personas en los botes y cientos de personas en tierra del otro lado de la ceremonia. Incienso y magia. Las señoras preparaban sus canastitas de poojas, prendiéndolas fuego y apoyándolas en los huecos de río que los botes dejaban casi milimétricamente. Mi pequeño ser occidental imaginaba los riesgos entre todo eso… ofrendas de papel y flores prendidas fuego, botes de madera y una aglomeración de barquitos encajados a presión bloqueando entre ellos cualquier posibilidad alguna de salida. Un escenario por lo menos inquietante. Solo me encomendé a los dioses como ellos. Pero una vez más, nada pasó. India, jamás lo entenderías…

Cuando el Aarti terminó todos los barcos salieron a navegar bordeando los Ghats rumbo al crematorio principal. La luna estaba llena, era de noche. Yo estaba sola, sentada sobre la punta de un botecito precario de madera con un chaleco salvavidas que me abrazaba, navegando el Ganges sentada con los pies cruzados. Sentí la inmensidad y a la vez el hecho diminuto de ser un punto moviéndose en un país remoto arriba de un barquito en medio de la noche, rodeada de música india y fuegos ardiendo. Si algo me pasaba pocas personas lo sabrían. Me sentí desnuda y libre a la vez. Todo lo que estaba pasando era enorme y a la vez insignificante. Lo que estaba pasando valía todo la pena si esa fuera mi última noche en la vida. Eso sentí. Abajo mio, un río sagrado lleno de ofrendas que se veían como llamitas balanceándose lentamente en la oscuridad. Arriba una luna gigante y un cielo lleno de estrellas. El resto era todo oscuridad y barqueros moviendo sus remos. Desde ese lugar de soledad podía admirar todo. Las familias haciendo sus rituales, los chistes entre los hombres, el silencio de la noche, el ruido del bote moviéndose en el  agua.

Cerré los ojos, los abrí y los volví a cerrar. Sí, estaba ahí. Esto también era real. Nadie sabía dónde estaba y yo estaba navegando en un río sagrado, en la ciudad más sagrada de India bajo la luz de la luna. Me sentí ínfima como una hormiga. Esto era un regalo, que solo lo compartía conmigo, que nadie más que yo podía dimensionar ni ver como yo lo hacía. LLoré. Me sentí bendecida. Era demasiada la belleza y no justamente porque fuera un lindo paisaje sino por la magia que veía en cada rincón, porque cada cosa simplemente era, naturalmente, y yo estaba ahí, viviendo el momento presente lo suficientemente despierta como para poder verlo todo. Lo interno y lo externo. Mis logros, mi coraje y el encuentro con lo más intrínseco de mi misma. Esa presencia plena. Atención sin tensión, sólo presencia.



Mis ojos no podían creer lo que veían. Era todo demasiado inimaginable para mi corazón que todavía no terminaba de entender porque estaba vestida como una india sintiéndome una más entre ellos. Pero ahí estaba, todo iba tomando color y empezaba a sentir que cada sensación de desolación que había atravesado durante tantas noches hasta llegar acá había valido la pena.

No era la noche, no era Varanasi, no era el río, no era haber vencido mis obstáculos ni mi permiso para hacerlo… era la magia de todo eso junto. Una sensación de triunfo para esa mujercita que hacía unos meses era un ovillo de lana acurrucado entre unas sábanas, pidiendo por favor que toda esa confusión y ese dolor se terminaran. Era un regalo y un fruto. Una señal de aliento para que continúe. Una sensación interior que me abrazaba, que me brindaba respuestas en un mar de dudas.  

Estaba empezando a ver las puertas abrirse y empezando a vislumbrar otra dimensión, otros significados. Algo me estaba bendiciendo, algo me estaba regalando una sensación tan única que jamás hubiera podido ni siquiera imaginar. No sabía que era, pero podía sentirlo. Me sentí orgullosa de mi misma, me vi a mi misma con otra expresión. Empecé a sonreír con ojos de paz.




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