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15~ Vivir en un Ashram. Parte 3: Pequeños cambios.




Para el quinto día ya casi había salido del estado de confusión intenso con el cual había llegado al Ashram. La ayudaba a preparar el té que nos ofrecía cuando teníamos los 5 minutos de break. El té Tulsi era su favorito, que no era nada más — ni nada menos- que un té de albahaca que a los indios les encanta. Ella lo cargaba de miel y limón. Sabía fatal, pero después de que nos hicimos amigas parecía más rico. Con el correr de los días , ese té se convirtió en un mimo al alma, como una caricia de abuela. Se sentía como estar en casa. Como el zorro y el Principito. Nos estabamos domesticando. Con el Ashram y con Mata Ji.

23 de Diciembre


El desayuno también era comida India, obviamente. Para los almuerzos y la cena siempre siempre comíamos lo mismo, variaban las verduras y el sabor de la sopa, pero siempre siempre siempre había una especie de Thali: Chapati y arroz blanco, siempre verduras cocidas, a veces dhal (sopa de lentejas)  u otro guiso- obviamente también de verduras. Todo vegetariano y sano por supuesto, comida yóguica. A veces me preguntaba cómo iba a sobrevivir mi cuerpo, mi anemia recurrente y mi cansancio corporal constante comiendo solo a base de arroz. Solo era un pensamiento, no había demasiada opción. El desayuno era mi momento más esperado del día: había tostadas que te hacían acordar que estábamos en el momento del desayuno. Nunca me hizo tan feliz un poco de harina tostada como en esas mañanas. También solían darnos algo similar a un arroz amarillo llamado Poha, que es un arroz prensado sin cascara que salteado con maní y especias. Pronto lo empecé a amar y se convirtió en mi comida india preferida. Si estábamos de suerte -que era muy pocas veces-, había arroz con leche de postre y eso ya era como tocar el cielo con las manos. Cuando la realidad se pone algo monótona, el momento de la comida se vuelve importante. Con el paso de los días, los platos indios se volvían más amables y más ricos- sacando el arroz y chapati, que no dejaba de ser nunca arroz y chapati. Poco a poco empezábamos a valorar lo pequeño. A veces los cocineros venían y nos regalaban un dulce indio,  que no era más que azúcar de mascabado sin refinar en forma de un cubito pegajoso. Nosotros casi los aplaudíamos en agradecimiento. También nos daban algo de fruta, ananá y papaya, que nos recordaba que la comida fresca también existía. Y siempre chai, el te indio con leche, jengibre y especias. Ese mismo chai que cuando llegué odiaba, ahora era lo más gustoso de todo el día y poco a poco empezaba a quererlo cada vez más.  Poquito a poquito me volvía un poquito más india cada día.

Mientras desayunábamos a veces charlabamos con Indu y nos contaba cómo era vivir en un Ashram. También nos recomendaba recetas naturales para tener el pelo fuerte como lo tienen casi todos los indios Gulnara y Elke habían decidido hacer silencio total por algunos días. Yo ya venía bastante callada viviendo muy en mi mundo, no necesitaba más votos de nada en ese momento ni más imposiciones mías ni ajenas. La mayoría de los días comíamos en silencio y lo tomábamos como otro espacio de introspección.  Lentamente me volvía más dócil y me empezaba a gustar la tranquilidad de donde estaba. Mi cuerpo se iba adaptando a los ritmos del Ashram y mi cabeza iba entendiendo -y aceptando- que estábamos haciendo acá. Después de desayunar me iba sola a las orillas del Ganga. Si tenía suerte y no había mucha gente alrededor que me interrumpiera, podía meditar. Estaba frente a un río que dicen que es sagrado, así que intentaba aprovechar cualquier dosis de paz viniera en el envase que viniera. Cualquier cosa es bienvenida cuando te sientes desesperado y así me sentía yo. Entonces, lentamente la rutina de todas las mañanas se convirtió en sentarme cerca del Ganga a ver si algo de esa magia en que los indios creen se me metía en el cuerpo como por ósmosis y siempre pedía lo mismo: Paz, Paz, Paz, por favor, necesito encontrar algo de paz.



Las sesiones diarias de chanting se volvían cada vez más monótonas y más complicadas. La monjita se ponía cada vez más dura, nos corregía como si de verdad quisiéramos convertirnos en chanteadores profesionales si es que eso existe. - ¡Señora, mírenos! Estamos acá sentadxs en el piso por dos horas con las rodillas que nos duelen. Ya no sabemos cómo sentarnos de la molestia corporal que tenemos pero aun así seguimos tratando de cantar en sánscrito palabras que ni siquiera entendemos. ¡Por favor, sea más amable!– se decía a sí misma mi “yo abrumada” y con poca paciencia. Cuando estás solo, viajando solo y haciendo silencio por mucho tiempo empiezas a mantener conversaciones contigo mismo que a veces suelen ser de lo más graciosas y divertidas. Mientras tanto intentaba hacer un esfuerzo por entender cuál era el significado espiritual de estas dos horas de chanting cada mañana con tanto detalle y precisión. 

No pienses demasiado, solo continúa- me decía a mi misma a cada momento, pero la monja no ayudaba. Nos hacía repetir la misma frase varias veces hasta que la decíamos correctamente. Uno por uno. No nos dejaba en paz hasta que no la decíamos exactamente como la frase se pronunciaba. Igual que una lección oral de escuela secundaria pero vestidos de blanco y sentados en posición de meditación. A veces nos hacía repetir la misma palabra 6 o 7 veces hasta que la decíamos bien, hasta que nuestro tono rozaba el de –Vamos, ¡ya basta! A veces ni siquiera podíamos dilucidar dónde era que estaba el error. ¡Solo son un conjunto de consonantes!

Había días que mejoraba y días que me ganaba el cansancio y el aburrimiento. Yo sentía que lo hacía muy bien, pero Mata Ji la mayoría de las veces terminaba diciéndome: -No está mal,  sigue practicando, vas a mejorar… Señora estuve practicando por horas, ¿qué más quieres? ¿ mi sangre? 

Al cuarto día nos pidió que memoricemos la hoja completa, en los tonos correspondientes y sin mirar el papel. Nos estábamos convirtiéndonos en chantiadores profesionales. 

Elke había estudiado chanting mucho tiempo y también estudiaba sánscrito. No sé con qué fin pero tenía un profesor online para eso, lo hacía increíble. Me incentivaba a tomármelo más en serio. Sabía que nunca más en la vida iba a utilizarlo y no entendía demasiado sus fines prácticos pero la monja me tomaba lección como a una adolescente, ¿qué podía hacer?

Me causaba tanta ternura el entusiasmo y la obstinación que ella ponía en enseñarnos que la mayoría de las veces solo me hacía feliz sacarle una sonrisa y darle la importancia que ella merecía. Poco a poco empecé a sorprenderla con mi buena memoria y mi perseverancia, pero no con mi buena voz. Lentamente le iba cayendo más simpática y ella también a mí.  Para el quinto día ya casi había salido del estado de confusión intenso con el cual había llegado al Ashram. La ayudaba a preparar el té que nos ofrecía cuando teníamos los 5 minutos de break. El té Tulsi era su favorito, que no era nada más – ni nada menos- que un té de albahaca que a los Indios les encanta, por su sabor pero también por sus propiedades espirituales y los beneficios que tiene para la salud.

Para mí ese té era espantoso, realmente. Mi manera de venerar la albahaca era más al estilo de una ensalada caprese. Ella lo llenaba de miel y limón, excesivamente dulce. A mi gusto sabía fatal, pero después de que nos hicimos amigas parecía más rico. Con el correr de los días, ese té empalagoso se sentía un mimo al alma, como una caricia de abuela, como estar en casa. Como el zorro y el Principito. Nos estabamos domesticando. Con el Ashram y con Mata Ji.





Los cantos que repetíamos cada mañana eran los Sutras de Patañjali, donde se encontraban resumidas las líneas más importantes y lo esencial de la filosofía Yóguica. Cómo dominar la mente, todos los obstáculos que encontramos al querer hacerlo y cómo sortearlos. Todo está ahí. Es oro puro. Oro en sánscrito. O sea qué, si podrías aprenderte las líneas de memoria y luego en tu mente asociar cada palabra en sánscrito al significado en inglés (y luego al español en mi caso) tendrías una manera sencilla de memorizar los trucos y herramientas para la iluminación- por lo menos en lo que compete a la parte teórica, que no es menor. Con el correr de los días me sorprendía a mi misma tarareando las frases mientras me lavaba los dientes como si fueran una canción pop pegadiza. Los cantos y los sonidos que producíamos también son vibraciones y como los mantras calman la mente y nos daban cierto enfoque y concentración. Palabras antiquísimas en un idioma muy antiguo, con significados sagrados y poderes curativos a nivel corporal, espiritual y energético, y eso se sentía. Después de dos horas de cantar, salíamos  completamente sedados. Caminábamos muy despacito por los jardines del Ashram, como flotando en el aire. Quizás nos sentábamos en alguna esquina a tomar un poco del hermoso sol que teníamos enfrente, que simplemente era más hermoso en ese momento porque nosotros estábamos más tranquilos, más alineados y podíamos apreciarlo de otra manera, con una mente sin tanta turbulencia.  Esas turbulencias que hacen que las cosas simples como el sol y respirar se nos pasen por alto en la vida diaria.

En la clase de filosofía intentábamos entender que querían decir cada uno de los Sutras. Esta era la parte que más me motivaba de todo el retiro y básicamente por lo que realmente me había anotado, pero obviamente eran conceptos difíciles de comprender y para sumarle más complejidad, todo estaba en inglés por supuesto. O sea que mi mente debía hacer el doble de esfuerzo, también por otras dos horas. Por momentos llegaba a sentir que si alguien me miraba podría ver salir humo de mi cabeza, además de mi ceño fruncido como si me encontrara en una clase de chino mandarín.

La mujer de EEUU no paraba de hacer preguntas que apuntaban al cientificismo y a la materialidad de lo que Mata Ji decía. Por supuesto, muchas cosas sonaban demasiado místicas y hippies para nuestra mente occidental que intentaba meter todos esos saberes en una caja probatoria de la realidad. Quizás yo también hubiera hecho muchas más preguntas si el idioma me hubiera ayudado, pero a veces solo podía anotar rápidamente para luego procesarlo con calma.





Con todo esto, casi no me quedaba tiempo libre. El nivel de compromiso era alto, por lo menos así era como yo me lo tomaba. Mientras tanto muchos de mis compañeros iban de compras a los puestos callejeros y volvían vestidos de hindúes. Tomaban masajes ayurvédicos e iban a restaurantes típicos de comida india. ¿Más comida india? ¿No les alcanza con el Thali de todos los días?

Algunos tenían sólo 10 días para disfrutar los placeres de India. Yo me quedaba por tiempo indefinido, así que tenía tiempo para hacer – y no hacer- nada de todo eso que ellos hacían. Me iba a los patios a leer al sol, a tener batallas con los monos por mi dignidad y a veces a caminar por el Ganga. Charlaba con los nenes que querían venderme poojas y hacía nuevos amigos. Unos días antes de Navidad me autoregale una pashmina de Kashmir. Por momentos me sentía Mi pobre Angelito cuando toda su familia está reunida disfrutando de las fiestas y él está extraviado solo en un país extraño. Así estaba yo, pero esta vez por "elección". Por momentos la soledad pesaba bastante. En otros momentos se sentía bien.

Todos los días después de filosofía, a las 17.30 de la tarde estaba en Aarti, la ceremonia de fuego y el Kirtan en orillas del Ganga Má. Como estábamos haciendo el retiro en el mismo Ashram, teníamos un lugar privilegiado en las escaleras, justo al lado de los músicos y del armonio. Podíamos ver el atardecer caer lento y sentarnos al lado de los monjes sin hacer colas ni pelearnos por un lugar como el resto de los mortales. Los monjes nos veían llegar y nos dejaban pasar al VIP.

Un día me hice amiga de un chico Indio en la calle y lo hice entrar conmigo a disfrutar de los “privilegios”. Los monjes lo miraron con cara de “vos no sos turista, vos no pasas” – Él viene conmigo- le dije a modo nightclub ( LOL)- y con el gesto característico del “no se indio” que hacen con su cabeza- que nunca sabes si quiere decir “si”, “no” o “no se,” nos dejó pasar. Tener privilegios cuando faltan privilegios se vuelve difícil e incómodo, aunque solo sea poder sentarse en una escalera unos metros más cerca del Gurú. Como si eso fuera poco acá. Luego el niño, que en realidad era casi un adolescente se enamoró de mí y empezó a venirme a buscar al Ashram todas las tardes. Esa es otra historia del libro Que no hacer para confundir a un hombre indio en pocos segundos.

Siempre nos sentabamos en el mismo lugar, a la izquierda de la escalera al lado de los músicos, para tener bien cerca el tabla y el armónico,– como si no sonaran lo suficientemente fuerte-. Esos hermosos instrumentos indios por excelencia que nunca faltan en un Kirtan.

Con Gulnara y Elke nos empezamos a hacer más amigas. Teníamos  inquietudes parecidas  y todas buscábamos algo estando ahí. Elke quería ser madre, pero creo que la idea de ser una madre soltera alemana la atormentaba un poco. También quería poner un Ashram y dar clases de Yoga. Gulnara era rusa, así que era un poco más dura con las emociones. Nunca me dijo bien que buscaba pero probablemente disciplina, verdad y una vida más espiritual  que la que el mundo de economía donde se movía le estaba dando. Así y todo, el último día antes de irse de India lloró. Nadie llega a India igual que como se va, por lo menos no los afortunados.     



Con el paso de los días me volvía un poco más flexible y menos detestable que como había llegado. Creo que mi ego se iba achicando poco a poco, quizás productos de los chanting  sin sentido -quién sabe-, pero lentamente me iba apareciendo una sonrisa más calma, un caminar más lento y otros gestos corporales. Agachaba más la cabeza, escuchaba más- o mejor dicho  “escuchaba”-  y hasta hablaba un poco más lento, respirando- cosa que los que me conocen, saben que solamente eso en mí podría catalogarse como puramente un milagro-. Había salido unos metros de mi propia burbuja de caos e inestabilidad y me dejé abrazar por los aires del Ashram y por el sol de los bancos en las mañanas. Disfrutaba de hablar con la gente, escuchaba sus historias, tomaba chai  y a veces me regalaba el arroz con leche con limón de la cantina del Ashram que venía en una vasija de barro. Mi caos no desaparecía, pero podía apartarlo un poco de la escena para poder vivir lo que estaba viviendo. Ya iba a haber tiempo para resolver lo que me perturbaba, de momento solo le mandaba amor a todo eso que se me volvía insoportable y se lo iba regalando al Ganga, como me habían dicho.

Iba religiosamente al Aarti todas las tardes. Siempre llegaba para el Kirtan. Me sentaba, cerraba los ojos y acompañaba con palmas. Los monjes tenían un estilo muy particular para aplaudir. No era un aplaudir común. Después de pasar tantas tardes ahí pude identificarlo. Ese aplaudir era hermoso. Primero aplaudían una vez con las palmas juntas y luego frotaban sus palmas, hacia arriba, hacia abajo y otra vez arriba, como si quisiera sacar fuego de ahí adentro- quizás lo hacían-. Luego, con la calma de quien disfruta de lo que está haciendo, aplaudían una vez más  para volver a arrancar abriendo de nuevo el circuito. Los dedos se rozaban y entrelazaban en cada movimiento. No había prisa. Era un momento de caricia, de darse amor a uno mismo. Quizás así se generaba toda la energía que se sentía en el aire momentos después en el Aarti.

Empecé a copiarlos- no tenía mucho más que hacer- y me di cuenta que eso me daba calma a mi también. Así que entre chanting, música y aplausos de fuego veía caer el sol sobre el Ganga Má todas las tardes. Si la magia existe está en India, no hay duda de eso y yo lo estaba viendo con mis propios ojos cada día.



Después del Kirtan hablaban los Gurús. Si estaba la Gurú americana lo hacía con su acento gringo en inglés. Si hablaba el Gurú indio, era solo en hindi. Siempre comenzaban agradeciendo y hablando de la importancia de la Madre Naturaleza y la Madre Ganga, por supuesto. Concientizaban sobre el cuidado del río, de la tierra, de nuestra Pachamama y de los increíbles Himalayas que estábamos viendo a lo lejos. Unos años atrás el Gurú indio Swami Chidanand Saraswati o Muniji como le decían, le había dado vida a un gran proyecto de limpiar las aguas de Ganga. Todos saben que el río Ganges es famoso mundialmente por los altos índices de contaminación pero a la altura de Rishikesh aún es puro y verde. Muchas veces regalaban mini-aŕboles a figuras importantes que invitaban a la ceremonia como símbolo de sus proyectos y pensamientos verdes. Luego hablaban de espiritualidad. Casi al final del Aarti, llegaba el momento del fuego y de las poojas. Todos nos acercabamos al agua sagrada, metíamos nuestros pies, mojabamos nuestras cabezas tres veces  y  nos purificamos. Era la frutilla de la ceremonia. A veces bebíamos el agua sagrada del Ganga como si fuéramos hindúes. Ya a esta altura, bebíamos esa agua y hacíamos los rituales casi igual que ellos. La mística y la fe se contagian fácilmente e India te hace creer que todo es posible. Poco a poco, te vas dando cuenta que muchas cosas sí lo son si así lo crees. Así que en solo tres semanas, pase de untarme las manos en alcohol en gel 10 veces por día a beber el agua del Ganga. Un verdadero milagro.

El Aarti no era una actividad obligatoria, pero nunca faltábamos. Había días que pensaba que era mejor ir a hacer otra cosa. Escribir, descansar, ir a comer una buena pizza al restaurante italiano que había encontrado en Google o hacer cualquier cosa, pero que sea distinto. Pero siempre a último momento, al pasar por ahí mi alma se atraía como un imán. Sabía que solo estar ahí iba a cambiarme la energía, así que no podía evitarlo. Se había convertido en una rutina del bien.

– ¿De vuelta lo mismo de todas las tardes, Pinky? Estoy en India que más puedo hacer.

Y así pasarían un poco más dos semanas en el Ashram, que se sintieron como toda una vida.





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