
Después de la clase de chanting nos metíamos juntas al Ganga para purificarnos y porque el winter bath nos encantaba a ambas. El agua estaba helada. Bajábamos los escalones como hacían los indios, nos agarrábamos de las cadenas que colgaban del piso para que la corriente no nos arrastre y despacio nos sumergíamos en el agua. Orgullosas, nos quedábamos un rato largo sintiendo que el río nos limpiaba. A los indios no les gusta demasiado el agua, la mayoría no saben nadar, así que nos miraban como si fuéramos superpoderosas. Lo éramos. Una mujer viajando sola en India siempre vuelve más fuerte.
22 de diciembre.
La mañana siguiente arrancamos la clase de Yoga a las 6 am. El Ashram estaba completamente desierto a esa hora. No había nadie por los pasillos más que las estatuas azules de los dioses hindúes que nunca nos abandonaban. Era invierno. Aún era de noche y hacía bastante frío.
Yoga y Pranayama- control de la respiración- eran las clases que más me motivaban, así que iba con mi cuaderno anotando todos los detalles importantes. Esta era la única clase que no estaba a cargo de la monja. Probablemente porque la monja estaba demasiado grande para las posturas de Yoga. La mujer que nos daba la clase era más joven, se llamaba Indu. Es una mujer india de pelo largo negro hasta la cola recogido en un rodete, con un bindi rojo en la frente llamado sindoor que denotaba que estaba casada. Tiene dos hijos pequeños y vive en el Ashram con su familia en uno de los cuartos de arriba, en una terraza con plantas custodiada por mil monos. Cuando íbamos a su cuarto, su marido debía salir con un palo a la puerta para que los monos no intentarán atacarnos. Ella salía gritando: –Take care, take care! (¡cuidado, cuidado!) y señalaba varios puntos estratégicos a tener en cuenta. Por fin alguien que le tenía más miedo a los monos que yo.
El Yoga que daba era bastante tradicional, no había música como en las clases western que estábamos acostumbrados ni flow, ni incienso ni nada. Solo Yoga indio clásico, una buena entrada en calor y muchos saludos al sol, la secuencia de ásanas predilecta de toda clase de Yoga. También practicábamos pranayama, ejercicios de respiración para manipular el prana,-la energía vital que nos mantiene vivos-.
-¿Cómo se llama la profesora?- le pregunté a Elke, quien tenía mucha experiencia en retiros y todo lo sabía.
-Indu Ji- me contesta
-¿Pero Ji no era el nombre de la monja?- replico.
-La monja es Mata Ji- me contesta- pero no es el nombre real. “Mata” hace referencia a la figura de una Madre en India. Se usa para mostrar devoción y respeto, por eso se usa para las señoras mayores. La monja es “Mata Ji”, la otra mujer más joven es “Indu Ji”. Indu si es su nombre real y “Ji” es una expresión que la vas a escuchar mucho acá en India, que se usa para referirte alguien respetuosamente.
Wow. Aún me sentía un poco extraña diciéndole Madre a la monja. Mis instintos ateos se revolcaban en las profundidades. Ideológicamente todavía me parecía demasiado- tengo una sola madre y con ella ya me basta- así que los primeros días evité tener que referirme a ella. De todas formas, me había propuesto tomármelo con calma y darle tiempo como decía Kaare, así que eso es lo que hacía.
Aún el lugar me incomodaba. No los monjes en sí ni el Ashram en sí sino mi prejuicio que cuestionaba la popularidad y comercialidad del lugar, el programa “escolar” y algunos compañeros que parecían que venían al Ashram de vacaciones. De hecho así era. Muchos habían volado a Rishikesh solo para el retiro de 10 días y luego se iban de India. Entre mis compañeros, había una mujer de USA vestida con sus equipos deportivos de Nylon marca Nike, que aún yo no podía comprender bien qué venía a hacer acá. Otro era un hombre indio de negocios, que mientras estaba en el retiro continuaba con sus llamadas laborales a toda hora y de tanto en tanto faltaba a las clases para ir a tomar unos masajes ayurvédicos o ir de shopping. A mi vista, no parecían demasiados comprometidos con la situación,- al menos no de la manera que yo iba-. - No se lo toman en serio- pensaba. Claramente, no tenían mi misma realidad extrema de haberlo dejado todo ni mi búsqueda imperiosa de ayuda. ¿Por qué debían tenerla? Y aquí mi ego y mis prejuicios de nuevo presente.
– ¿Pero tú quién eres? ¿María Teresa de los pobres? – Es mi ego… -¿Por qué no te enfocas en vos misma en vez de criticar a tus compañeros? ¿ No has venido a eso? – Aún no son mis compañeros y aún estoy enojada. Como si estar enojada me diera más derechos…

Yo me lo tomaba muy serio, porque así soy y porque estaba desesperada. En cada tiempo libre intentaba practicar los chanting. No entendía cómo eso iba a ayudarme en algo con mi angustia y mis preguntas existenciales, pero ya estaba acá, tenía que darle una oportunidad. Así que me iba a los jardines al sol, con mi mate, mi cuaderno y el traductor de inglés. Estudiaba filosofía del Yoga y trataba de memorizar los cantos en sánscrito para la lección con la monja. El jardín era el lugar más tranquilo del Ashram y quizás también de Rishikesh, salvo por los monos que también disfrutaban de la soledad en India tanto como yo, con la diferencia crucial que ellos habían llegado antes. Mi paquete de yerba rojo les llamaba mucho la atención. Creo que a partir de ahí es que empezó nuestra mala relación.
Mientras una tarde estudiaba en el jardín, uno de ellos se acercó demasiado. Intenté mantener la calma y controlarlo con madurez como una mujer adulta, pero en un momento la situación escalo. Estaba demasiado cerca.
Su proximidad me forzó a levantarme del piso dejando al descubierto mi mochila. Gravísimo error. El mono, astuto, aprovechó mi descuido y empezó a revisar todo lo que tenía adentro tratando de encontrar comida. Intente asustarlo. Él hizo lo mismo conmigo, pero sus colmillos son más grandes y probablemente él tenga rabia y yo hasta el momento no la tenía, así que estábamos en desigualdad de condiciones.
Me mostró los colmillos y saltó hacia mí intentando amedrentarme. Por supuesto lo hizo.
Yo estaba sola así que empecé a gritar. Uno de los trabajadores agarró un palo que esconden en un lugar estratégico y vino a salvarme.
Los extranjeros suelen subestimar la peligrosidad de estos animalitos de Dios, pero quienes viven en India saben bien que son muy agresivos y muy traicioneros, y que salvo tener un palo cerca no hay mucho más para hacer con ellos. Parece que son los únicos que se lo toman en serio, mientras los turistas intentan alimentarlos con bananas de la muerte sin saber a lo que se exponen.
Esa se iba a convertir en mi nueva bandera de conversación.
-¿Qué puedo hacer la próxima vez?- le pregunté al cuidador - ¿Cómo me defiendo? Si intento asustarlo él me ataca, ¿qué debo hacer entonces?
-Nada. Solo debes darle lo que tienes.- Contestó.
-¡¿Pero...cómo?!- exclamé con el ceño fruncido.- ¿Dónde queda nuestra dignidad? y nuestra billetera también.
Me indignó un poco la respuesta. Obviamente no estamos acostumbrados a esa resignación. Nosotros, los seres superiores que tenemos todo bajo control. Poco entienden los monos de billeteras, cosas de valor, pasaportes y computadoras dentro de un bolso. Buscan comida, van a atacarte si lo tienen que hacer y van a imponerse. Es la ley de la selva. Y salvo que tengas el valor necesario para imponerte también y sostenerlo, se aplican las reglas de la jungla. Estamos en su terreno, aquí no somos más por “ser humanos”. A ellos les da igual tu forma y tus ropas de fantasía, así que tu superioridad se pone un poco a prueba. Tu ego se va corrompiendo lentamente junto con tu sentido de control. Es todo parte de un plan macabro.
Las cosas se invierten en India.
Todo está milimétricamente diseñado para quebrarte, no a vos sino a tu ego.
Mother India le dicen, porque te enseña, aunque no quieras.
Yo vivía comiendo banana. Los que me conocen saben que es la base de mi alimentación: sano y fácil de comer para la vida rápida que solía llevar. Solía ponerla en mis bolsillos abiertos a los costados de la mochila para que no se aplaste. También amo sentarme a tomar mate en espacios abiertos o mientras camino. Entonces no hace falta explicar porque yo era una presa fácil para los monos. Me estaban obligando a cambiar mis costumbres y obviamente lo hicieron. Teníamos una batalla personal, que por supuesto ganaron fácilmente. Rápidamente me declaré vencida. Odio a los monos.

Poco a poco me empecé a arrimar a Gulnara. Después de la clase de chanting nos metíamos juntas al Ganga para purificarnos y porque el winter bath ( baño de invierno) nos encantaba a las dos. El agua estaba helada, pero éramos dos chicas de Copenhague, nadabamos en los mares nórdicos del Báltico, así que el Ganga para nosotras era pan comido. Bajábamos los escalones como hacían los indios, nos agarrábamos de las cadenas que colgaban del piso para que la corriente no nos arrastre y despacito nos sumergíamos en el agua. Orgullosas, nos quedábamos un rato largo sintiendo que el río nos limpiaba.
A los indios no les gusta demasiado el agua, la mayoría no saben nadar, así que nos miraban como si fuéramos superpoderosas. Lo éramos. Una mujer viajando sola en India siempre vuelve fuerte.
Hacíamos el ritual que todos vienen a hacer al río sagrado Madre Ganga.
Nos sumergíamos tres veces abajo del agua como ellos y después solo contemplamos la belleza y las montañas. Empezamos a repetirlo todas las mañanas y se convirtió en nuestro ritual matutino y para mí, en el mejor momento del día.
El agua helada le daba a mi cuerpo una paz mental que no encontraba en el resto del día.
Después entrábamos al Ashram por la puerta principal, atravesábamos las fuentes de agua con una toalla en la cabeza y nos cambiábamos para meternos en la clase siguiente.
Cada mañana intentaba levantarme mejor, menos dormida para ir a la clase de Yoga. Empecé a implementar mojarme algunos puntos corporales como me había dicho el monje, para balancear mis chachas, para meditar mejor y básicamente para dejar de ser un zombie hasta que llegara el momento del desayuno. Mojaba con agua fría mis axilas, mi nuca, mi cara y mis genitales y salía toda cubierta con una pashmina sobre la cabeza al estilo indio. Durante lo que durara el retiro debíamos usar solo ropa blanca, eso nos hacía sentir más puros ante nosotros mismo y ante los ojos de la divinidad también.
Todas las mañanas inmediatamente después del Yoga teníamos el Havan, la ceremonia de fuego en el patio interno del Ashram. En ese momento, los monjes adolescentes iban de un lado para el otro preparando la música, los fuegos y las ofrendas. Desplegaban mil alfombras rojas para sentarnos sobre ellas, que armaban y desarmaban cada mañana. Los minimonjes de un metro de altura se sentaban en medio de los dos árboles gigantes con lianas colgando, cerraban los ojitos y empezaban a cantar los mantras. Todas las mañanas era lo mismo: salíamos de Yoga e íbamos a buscar nuestro borde del fuego para adornar con flores e iniciar un día más. Todas las mañanas igual, nos purificábamos con el fuego, el olor a incienso, los árboles y las semillas quemadas.

El Gurú del Ashram solía estar al frente de la ceremonia con el fuego principal. Cuando el ritual terminaba, se cantaba el Himno de India con respeto y se vitoreaba con el puño en alto la frase final de la victoria, que después de un par de días también yo adopté. Luego todos nos acercábamos al Gurú para despedirlo. Él era el que colgaba del cuadro amarillento de mi cuarto. Tenía una energía hermosa, pronto empezamos a amarlo. Cuando la ceremonia terminaba caminaba retirándose del patio y miraba a uno por uno, a todos los que estábamos ahí parados haciendo una especie de corredor humano. Nos sostenía la vista en los ojos por unos 3 o 4 segundos y durante esos instantes te lo daba todo con una mirada. Amor, paz, calma y entendimiento.
Media un metro 1.50, pero se hacía enorme con su energía. Después de que él se iba todos nos acercábamos a su fuego, que era el más puro porque era el de él. Le dábamos tres vueltas completas, nos arrodillábamos en la alfombra roja, acercábamos las manos al fuego y nos pasábamos las manos por la cabeza con gesto de purificación. Siempre estaba el monje calvo de la sonrisa gigante con el que ya casi éramos amigos.
El monje se llamaba Swami. Tampoco era su nombre real, pero así se les dice a los monjes o líderes hindúes que dedican su vida a la espiritualidad,- como el paralelo de Mata Ji pero en versión masculina-. Él tenía una frescura y una energía particular, se movía rápido y con resabios de aires americanos. Un día almorzando nos contó su historia. Él era de Nueva York. Hacía ya unos años que vivía en el Ashram en India. Había tenido una vida de muchos problemas con el alcohol y con las drogas también. Varias veces las dejó y varias veces había vuelto a agarrarlas. Nos contó que la última vez lo perdió todo y se quedó solo. – Nadie podía seguir mi ritmo que iba hacia la muerte lenta. Un día vine a India y como muchos me quedó a vivir en este Ashram.
Me da mucha curiosidad la forma que toman los despertares espirituales. Esos monjes que vemos rezando con un aura pacífica llena de luz resulta que la mayoría de las veces no fueron santos ni creyentes ni personas “rectas” con una vida calma y ejemplar. La mayoría fueron hombres "normales" que sufrieron tanto tanto, que la única salida que les quedó fue entregarse a la idea de otro mundo posible, uno con menos sufrimiento. Lo que buscamos todos. Con drogas, con espiritualidad o con lo que cada uno ponga ahí, lo único que buscamos es dejar de sufrir, encontrar un poco de paz y un mundo más vivible. Una realidad que nos sea menos dura, como diría Freud.
La otra Gurú, era una mujer americana que vino de vacaciones y también se quedó a vivir acá. Ella era psicóloga. Eso me daba un poco más de esperanza.
Un tiempo después de estar en el Ashram, de sentarme en los bancos, de escuchar las distintas historias con las que la gente llegaba, por un momento pensé que ese sería mi destino también. Dejarlo todo y quedarme acá. Es imposible que por lo menos una vez ese pensamiento no se te cruce por la cabeza cuando venís a India. Todo se vive demasiado intenso acá. La verdad no estuve tan lejos, lo pensé en varias ocasiones. Pero por el momento, parecía que el universo tenía otro destino para mí.

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