
Nunca vi ganar el Mundial de Fútbol a mi país. Las anécdotas que me contaba mi viejo se me venían tanto a la mente como si yo misma las hubiera vivido. Fútbol, verano, amigos, mi cumpleaños, fiestas en familia. Tenía todo el combo junto. Pasara lo que pasara, Argentina iba a ser una fiesta. En cambio, yo estaba en Rishikesh, la capital del Yoga y el lugar con menos bares y ambiente futbolero que vi en mi vida. Eso fue lo que sacrifique cuando decidí venir a India. -El universo si que me jodió- pensé.
18 de diciembre
Empezó el Mundial de Fútbol. Argentina es uno de los favoritos.
Adentro mío sabía que este mundial era nuestro y lo supe mucho antes de decidir venir a India. Se lo dije a mis amigas varios meses antes muy seriamente y se me cagaron de risa en la cara, pero yo no lo dude ni un segundo.
Mi plan original era volver a Argentina, después de 2 años de estar en el exterior y para uno de los eventos más grandes del mundo. A pesar de las críticas más que pertinentes a este mundial en particular- la mierda que fue toda la construcción, la explotación de los que trabajaron en él y todo lo que fue de la mano a eso-, en el fondo de mi corazón, en ese rincón que es pura emoción irracional, tenía la ilusión de ver campeón a mi país.
No me enorgullece. Ideologicamente debería haber sido un boicot total, lo sé, pero algo en mi corazón no podía evitar vibrar de emoción.
El “ser argentino” más básico que nos sale cuando se viene el Mundial es casi inevitable. Aunque no te guste el fútbol, crecimos con eso. Es parte de nuestra sangre. Las pasiones y los putos placeres una vez más.
Y acá empezarían los justificativos que no justifican, así que voy a tratar de no caer ahí, pero estando lejos de casa lo que el Mundial representaba era una de las cosas que yo más extrañaba y una de las mejores cosas que tenemos los argentinos: el calor y la pasión de nuestra gente, el espíritu alegre, las cervezas con amigos, esas juntadas llenas de expectativas, los festejos, las puteadas, la excusa de un asado más, un Fernet que gire y sentir tu país cerca después de sentirlo lejos siempre.
Nunca ví ganar un mundial de fútbol a Argentina. Se me venían las anécdotas de mi viejo, contándome con los ojos llenos de ilusión los festejos saltando arriba de la mesa de la pizzería del vecino cuando ganamos el mundial del ’86. Volver a Argentina, abrazarme con mis amigos, saltar, alentar, festejar y hacer lo que mejor nos sale era más que una buena excusa. Fútbol, verano, mi cumpleaños, las fiestas en familia, tres meses en nuestra casita en la costa. Tenía todo el combo junto. Era el momento perfecto para volver. Demasiado perfecto. Pasara lo que pasara, Argentina iba a ser una fiesta. Ese era el combo que sacrifique cuando decidí- o acepté– venir a India.
Mi cuerpo aún se seguía retorciendo como los dos últimos meses antes de tomar esta desición que lo cambiaría todo. Le había dicho a todos que me esperen, familia y amigos, que en diciembre iba a estar allá. Volvía en la bici de trabajar por las calles de Copenhague escuchando cuarteto a todo volumen y casi podía hacer bailar la bicicleta. Pero el universo me estaba mandando para otro lado y aunque no quería, tampoco podía ignorarlo. Hubiera querido la verdad, me hubiera encantado pero no pude. Sentía que era lo que mi alma necesitaba y esto era una dosis más en lo pesado que se me volvía esta decisión. Sin saberlo, estaba atravesando una entrega y un desapego enorme que me desarmaba. Me costó muchísimo soltar esa idea perfecta y tomar otro rumbo. El que era verdaderamente significativo para mí, el que era mi propio desafío. Me negué todo lo que pude. Patalie mucho y llore aun mas. Hasta que no me quedó más que aceptar. Mi cuerpo seguía atado a esos placeres que sabía que eran momentáneos, pero no me importaba, me moría de ganas de saltar ese mundial. Era bien estúpido por supuesto, no iba a solucionar nada de lo qué me estaba pasando adentro, pero la sangre se me aceleraba de solo pensarlo.
Llore mucho, pero si estoy escribiendo esto es porque resigne ir a Argentina. En cambio, estaba en Rishikesh, la capital del Yoga y el lugar con menos bares y ambiente futbolero que vi en mi vida. Sin cerveza, ni pantallas de televisión ni emoción por el mundial. Solo yoguis y modo zen. – El universo si que me jodió lindo- pensé. Era gracioso. ¡El resto de India parecía Argentina! Real. En el Sur de India, en Kerala y también en Bangladesh todos estaban como locos con banderas blanquicelestes realmente gigantes. Ni en Argentina había visto eso: eran tamaño tribuna de fútbol y flameaban en las terrazas de las casas apoyando a Argentina. Una cosa increíble de creer. -¿Por qué? La respuesta es que acá aman el Fútbol, y por ende, aman a Messi y a Maradona, y solo por eso cada vez que decís que sos argentino en India y en la mayor parte de los países de Asia, automáticamente ya te aman. A diferencia de eso, en Rishikesh donde yo estaba, la capital del Yoga y la vida sana, no encontrábamos un puto lugar que transmitiera La final del Mundo.
Había visto muchos de los partidos en Dinamarca alentando como nunca. Todos los argentinos que vivíamos lejos estabamos desquiciados como siempre-pero ahora en modo mundial, o sea,más que de costumbre. Llenamos varios Hostels en el centro de Copenhague con bombos, camisetas y cantitos de cancha, mostrándoles a los daneses como se siente una pasión. Subiéndonos a las mesas y agarrándonos de los fierros que encontrábamos como si fueran los parantes de la cancha. Tan nosotros.
Yo había planeado mi vuelo a India teniendo en cuenta los partidos y estirando la fecha lo mas que pude. Planié ver en Copenhague hasta los cuartos de final, con mis amigos y mi gente. Después de ahí, una parte mía deseaba que Argentina no pase de ronda así no tenía que arrepentirme de no estar allá, en la fiesta más grande del mundo. Pero ganamos el mundial, como lo supe desde el primer día. Una parte mía estaba de duelo. La otra alentaba.

El partido contra Holanda lo vi en un Hostel, en un cuarto a oscuras, con la transmisión en Hindi en un proyector con una señal de mierda. Solo yo, Akash y un indio con la camiseta de Argentina que lloro más que yo cuando pasamos de ronda. Los tres sufrimos con los penales, nos volvimos locos cuando la conexión se trababa y la batería de la computadora nos hacía movernos de lugar en el medio del partido, que como siempre, fue un sufrimiento. Argentina…ya estamos acostumbrados ¿ no? Los tres nos agarramos la cabeza con desesperación y los tres saltamos juntos abrazándonos en ronda cuando clasificamos.
-¿Nos abrazamos o no?– pensamos los tres. En India abrazarse entre hombres y mujeres y esos contactos físicos entre desconocidos no son comunes. Antes de hacerlo nos miramos. Los tres lo evaluamos por lo que dura un microsegundo de lucidez. Sentí un stop en la inercia de nuestros cuerpos, y al segundo siguiente estábamos los tres pegados cabeza con cabeza, saltando amarrados como desquiciados. Yo era casi un hombre más. Por suerte hay momentos más importantes donde esas formalidades se van a la mierda.
El chico indio hizo su cábala. Por supuesto yo lo seguí. Estábamos en los penales, necesitábamos mucha energía y algo de suerte, y si la magia es india mejor, todo lo que sume es bienvenido. Apoyamos las palmas y la frente en el piso. Él rezaba en hindi. Yo también. Le pedía a mi viejo y a todos los santos que nos manden una buena aunque sea!
Nos agarramos de las manos aguantando los penales.
Les enseñé los cantitos de Argentina que él repetía por fonética. Le mandaba audios a mi vieja gritando el gol cuando metimos cada penal casi llorando de la emoción. Quería estar allá. Aún no podía creer no estarlo. Tampoco podía creer estar viendo la final del mundo así, en un cuarto a oscuras con dos chicos indios que casi no conocía mientras Argentina palpitaba LA FIESTA mientras la emoción desbordaba a todos.
La locura que nos caracteriza se empezaba a vislumbrar en la pantalla.
No podía entender la trasmisión pero las imágenes hablaban por sí solas. Y yo acá, ¡que absurdo! Ni siquiera entendía lo que los relatores decían. Estaba sola y en otro planeta, en el que se estaba quedando afuera de la fiesta.
Abrir el Instagram y ver todos los festejos me partían al medio. –Yo tendría que haber estado ahí- pensaba una vocecita en mi cabeza. La otra más madura le contestaba:
-Shhh, respira. Estamos donde tenemos que estar.
Y así, Argentina siguió avanzando y yo seguía tratando de grabarme más y más esas palabras en la mente. El último partido decidí verlo en el Hostel de mi amiga Ilo con otras argentinas que también andaban de paso. Trate de tomarlo con calma. Era la final. Argentina se rompía en fiesta. Nosotras una vez más casi oscuras en un colchón tiradas en el piso, escuchando periodistas hablar en hindi, sin entender una mierda y casi sin poder sentir la emoción. Estaba al borde el suicidio. Cuando no pude más con mi genio, pedí perdón, agarre mis cosas y me fuí a otro pequeño Hostel donde había 5 o 6 argentinos más.
Los mates empezaron a pasar en todas las direcciones. Mientras tanto, todos tratábamos de encontrar una transmisión argentina que nos contagie lo que se estaba sintiendo allá. Nunca extrañe tanto a los comentaristas de fútbol como esa vez.
Cantamos todos juntos el mantra del Dios Ganesha, el removedor de obstáculos, para que por favor nos tire un centro. Hicimos Om en los penales para mandarle tranquilidad y calma a nuestros jugadores y a nosotros mismos también que estábamos sufriendo como nunca.
–Tranquilos muchachos, que el mundial es nuestro– les decíamos entre vibraciones, mudras y manos en posición de meditación. Un par de practicantes de Yoga en India tenían que servir para algo. Esa era nuestra misión. Éramos los angelitos de Messi, de Di María y del equipo completo.
Sufrimos el partido, como siempre y como todos, porque somos argentinos. No puede ser de otra manera, ¡pero ganamos! ¡Si, ganamos la puta final del mundo!. Como en el ’86 y lo abrazaba a mi viejo al cielo.

(Intento por recrear la emoción de un video que no se puede reproducir) ______________________________________________________________
La dueña del lugar nos había pedido por favor que no gritemos porque había muerto un familiar en la casa vecina y todos ahí debían mostrar respeto. Nosotros empezamos a saltar en círculo todos abrazados, gritando la famosa frase “Dale campeón, dale campeón” a más no poder, como dementes, completamente desquiciados, sin aliento ni respeto por nada, fuera de nuestros cuerpos, pisando todo lo que había cerca nuestro, sin cordura y como si hubiéramos ganado la final del mundo. Era increíble, pero la habíamos ganado.
Aún recuerdo nuestras caras desfiguradas por la emoción. Una emoción que ninguno de nosotros había vivido antes en su vida.
La dueña del Hostel nos apago la tele.
Nosotros queríamos saltarle a la yugular, rogándole casi de rodillas que por favor, por favor la volviera a encender, tratándole de explicar en la menor cantidad de segundos posibles- porque cada segundo valía oro- lo importante que era para nosotros ver ese momento.
Ella no lo hizo, por supuesto, estaba indignada.
No entendía lo que estaba pasando ni porque saltabamos de esa manera. Ella no era argentina.
Estos 7 dementes, lo único que querían después de todo ese parto era ver los festejos. Ver a Messi levantando la copa después de todo lo que él pasó y todo lo que pasamos nosotros también. Una alegría de color celeste y blanca.
Subimos a una especie de terraza y pusimos el partido ahí. La señal seguía siendo una mierda, pero no importaba. Empezamos a llamar a nuestras familias para tratar de compartir esa emoción. Las llamadas a Argentina en medio de las montañas de Rishikesh eran casi imposible. Mi vieja estaba viendo la final sola en su casa. Yo me moría por estar ahí con ella de alguna manera, pero solo eran gritos, mucho delay y ganas de querer abrazarla fuerte y no poder.
Respire hondo una vez más. Era como practicar Yoga. Todos los expatriados nos pusimos en fila, en la penumbra de un salón casi vacío, con un celular, un proyector que se trababa cada 5 segundos y todos como locos tratando de ganarle esa batalla a la tecnología. Nos ubicamos uno al lado del otro, como cuando los jugadores cantan el himno nacional. Nos abrazamos al compañero de al lado, que solo conocíamos desde hacía 180 minutos de partido pero a esta altura éramos casi como hermanos. Peleábamos la misma batalla juntos y sentíamos ese mismo extrañar inexplicable. Lo único que queríamos era ver a Messi levantar la copa y abrazarnos entre nosotros como si fueran todos esos cuerpos que estaban lejos y no podíamos abrazar. Por supuesto, la transmisión se trabó justo en ESE momento glorioso, como en las películas. ¡ El precio de estar “afuera” compañero! No pudimos verlo levantar la copa pero todos lloramos igual de la emoción como si lo hubiéramos hecho.
Salimos a la calle, claro. En el silencio de la noche, a la 1 de la mañana de Rishikesh no había nadie más que 7 locos saltando de un lado para el otro, alentando a nuestra selección a miles de kilómetros de casa con cantos de cancha, a los gritos para que hasta los jugadores nos escuchen. Vociferando en un pueblito en el medio de los Himalayas Indios, amando ser argentinos.
Esta era la lección 1, con lágrimas celeste y blancas, aceptando y entendiendo que tengo que estar acá, pero que siempre voy a ser Argentina.
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